Buenas tardes a todos. En primer lugar me gustaría agradecer a José
Antonio y a Isisdoro que me hayan concedido el honor de inaugurar
este insólito, grato y apasionante proyecto editorial, precisamente
en un día tan especial -el día de las librerías y de los libreros,
resistentes ambos-, y por supuesto agradeceros a todos el interés
que demuestra vuestra impagable presencia.
Siempre que
vengo a la vecina tierra almeriense no puedo evitar recordar las
alegrías que me viene dando desde hace décadas, concretamente desde
que en 1991 asistiera a la entrega del Premio Gustavo Adolfo Bécquer
por mi primer libro publicado, Los
días subterráneos;
pasando por el Premio de la Feria del Libro de Almería que en 1994
obtuvo La
hélice entre los sargazos;
hasta llegar recientemente, en 2009, al Premio Sintagma concedido por
la librería de El Ejido a mi penúltimo libro, La
máquina de languidecer.
Apenas si suelo reflexionar sobre mi trabajo más allá de alguna
entrevista o presentación. Azorín decía -quizá acertadamente- que
los autores son los que menos saben de sus propias creaciones. En mi
caso, toda energía se concentra en buscar la excelencia de cada
relato, en armonizar fondo y forma, en lograr historias intensas y
destiladas, en trabajar la prosa a conciencia, en clave de orfebre,
en crear el mejor arte que pueda aunque me lleve mucho tiempo
conseguirlo.
Aunque realmente escribo lo que me gustaría leer -tal vez como
todos los escritores, o como todas las personas hambrientas de
ficciones-, es cierto que mientras trabajo noto un latido insistente,
un propósito escondido pero poderoso que me arrastra: el de
convertir la oruga de la realidad en la mariposa del arte. Porque
creo que la función de la literatura es metamorfosear lo real,
trascenderlo, enriquecerlo con sueños, experiencias y, sobre todo,
con un lenguaje rico y vigoroso para que, en ningún momento, devenga
en una mera fotografía. La obra de arte no consiste sólo en
transcribir la realidad que nos envuelve, sino en interpretar el
mundo, en subjetivar la materia, en consignar los ensueños, para que
esa experiencia alcance al lector y pueda servirse de ella con
provecho.
Durante treinta y cinco años me he dedicado exclusivamente a una
búsqueda solitaria de lo bello y lo inquietante, a cultivar mi
pequeño jardín de relatos con una pasión tranquila y solitaria, no
por pretensiones de pureza artística -o no sólo- sino porque, en mi
ingenuidad, pensaba que un escritor debía limitarse simplemente a
escribir y no a perder el tiempo en ruidosas actividades sociales o
de promoción: se sobreentiende que los frutos del arte y de la
imaginación deben madurar en la penumbra del silencio, de la calma y
de la soledad.
En
mis primeros libros, como en Los
líquenes del sueño
o Cuentos
de otro mundo,
se acentuaba el humor negro, la ironía, los finales sorpresivos, la
experimentación formal; luego vino el descenso alucinado a los
infiernos de Los
demonios del lugar,
la estética concentrada del breviario en La
máquina de languidecer
o el planteamiento poético y lúdico de Astrolabio.
Pero, al mismo tiempo, bajo todos ellos permanecía el sustrato de
las historias
perturbadoras e insólitas, ese antídoto que me permite sobrevivir
al veneno de la realidad.
En el último libro, Las
frutas de la luna
(como supo ver muy bien José Antonio Santano en la magnífica reseña
que escribió sobre él), hay un aura más melancólica y fatalista,
casi de revelación bíblica, de extrañeza metafísica, y también
más universal, donde el dolor, la redención, las derrotas o las
atrocidades de la vida nos alcanzan como especie. Spinoza decía que
el universo consta de infinitas cosas en infinitos modos. Pues bien,
en la suma de todos mis libros, en el medio millar de relatos que la
componen, hay una pequeñísima muestra de esa diversidad abrumadora,
de esos universos vislumbrados, de esa realidad paralela que, de
manera distorsionada como una sombra, acompaña a la realidad
visible.
Me
gustaría pensar que Las
uñas de la luz,
esta breve selección de relatos que hoy presentamos -y que inaugura
una colección de Cuadernos a la que deseo una larga y notoria vida-,
no nace sólo para lectores que disfrutan con el primor literario y
con una mirada imaginativa, para lectores que aprecian la literatura,
la belleza, la inquietud, la exquisita conciliación de las asperezas
de la realidad con la idealidad del arte, para lectores a los que
sólo lo extraño les es familiar (como decía Carlos Edmundo de Ory)
o que desean ver modificada su percepción de la realidad, sino para
cualquier persona que sienta un mínimo de curiosidad, para
cualquiera que desee dedicar unos minutos a asomarse al interior de
un semejante y verse en su reflejo, para cualquiera que necesite un
bálsamo contra las realidades del mundo. Porque la
literatura, el arte, nos consuelan: en
un momento en que los poderes político y económico pervierten a
diario las palabras, robándoles su sentido, convirtiéndolas en
vaselina de la que se ayudan para hacernos tragar su discurso
fascista y mafioso, es responsabilidad del escritor devolverle a las
palabras su belleza, su autenticidad, su carga imaginativa, su fulgor
genuino. Y en un mundo en el que hemos construido un sistema que nos
persuade a gastar el dinero que no tenemos en cosas que no
necesitamos, es hora de abogar por el más noble de los productos
humanos, el libro. Según Séneca, con el libro puedes prolongar tu
mortalidad, eres libre de las limitaciones de la humanidad, todos los
tiempos están a tu servicio como al servicio de un Dios. Para
Maquiavelo, los libros eran el alimento para el cual vino a la vida,
durante horas se olvidaba del mundo, no recordaba vejación alguna y
dejaba de temer la pobreza y de temblar ante la muerte. Iniciativas
como la de Cuadernos Metáfora son una hermosa rúbrica de estas
palabras, un valiosísimo referente cultural, un lujo de lo más
económico, un precioso regalo al que no podemos sino estar
agradecidos.