García
Márquez ha muerto. Todo el mundo lo sabe. Muchos han escrito sobre
él en estos días. Algunos con conocimiento de causa, otros,
desgraciadamente, se atrevieron sin saber casi nada de él ni de su
obra. La importancia del momento era saberse protagonista, aunque
fuese en una fotografía irrelevante. Los verdaderos lectores de
García Márquez tal vez lloren en silencio su muerte. García
Márquez se nos ha ido con las fragancias primaverales, con la luz
dorada de los atardeceres y nadie podrá ya rescatarlo del abismo y
la nada en la que nos convertiremos todos más tarde o más temprano.
Habrían bastado unos días más para que hubiera coincidido su
muerte con la de los dos grandes talentos de la Literatura Universal:
Miguel de Cervantes y William Shakespeare, causantes de que se
conmemore cada 23 de abril el Día Internacional del Libro. Sin
embargo, no ha sido así, y poco importa, porque lo fundamental es el
incalculable valor de la obra literaria que nos lega a todos y cada
uno de los seres humanos que habitan el planeta Tierra.
García
Márquez seguirá vivo mientras seamos capaces de acercarnos a su
obra como si fuese la primera vez, con la mirada fija en la magia de
su palabra, descubriendo y descubriéndonos en el laberinto
imaginario de su Macondo; mientras bebamos sorbos lentos de su
centenaria soledad, saboreemos los amaneceres junto al fuego del
tiempo y cada día crezca en nuestro interior el lenguaje y la voz de
una realidad que puede transformarse, metamorfosearse en algo bien
distinto a lo que soñamos mientras nuestros pasos se hacían huella
en la piedra milenaria, en los oscuros bosques de la subsconciencia.
Nadie habla ya a las puertas de las
casas, como antiguamente las abuelas. El tiempo acabó con todo la
frescura del instante, ese que García Márquez consagró en sus
libros tras el eco de los cuentos contados por su abuela en las
noches de la infancia. Aquellas palabras, como un pálpito inacabable
fueron adornándose de una tinta negra aromática, para luego, con
los años, volar hacia todos los hogares del mundo. Podría haber
sido un 23 de abril, pero no fue así. Y ahora, que su cuerpo no es
nada, la palabra impresa brilla en cada página como si fuera una
estrella. A fin de cuentas, lo único importante es la obra,
imperecedera y eterna, viva más allá de la muerte del escritor. El
libro en su fulgor y en su sombra; García Márquez, en la inmensa
vastedad de los silencios, junto a Cervantes y Shakespeare, en otro
afortunado 23 de abril.
José Antonio Santano.